miércoles, 9 de enero de 2008

El mito popular


En Trenel, la tardecita del martes huele a tierra mojada, mientras el pavimento de la ruta provincial 4 levanta vapor húmedo. A un costado del asfalto, bajo la sombra de un solitario caldén, y entre los dos accesos al pueblo, está ubicado el pequeño santuario en homenaje al Gauchito Gil, levantado por manos de sus propios pobladores
El día en que se venera al mito popular todo es más rojo. Una mujer joven, con su ropa pegada al cuerpo, llegó hasta el lugar algo cansada. Por su frente bajaban algunas gotas de agua. Dejó su bicicleta tirada sobre el pasto y en silencio descargó su promesa, en una ceremonia intima. Permaneció parada como una estatua, murmurando oraciones.
Según contó, cada 8 de enero repite el rito de venerar a “su santo” porque no puede viajar hasta Corrientes donde está la tumba del Gauchito Gil. “Desde el día que mi hijo se accidentó comencé a rezarle. Fue un milagro que no muriera. Fue el Gauchito quién lo salvó”, dice despacio.
Luego, se acomoda el pelo, su pañuelo rojo, mira hacia ambos lados de la ruta y enfila por el acceso que la devuelve al pueblo. No es la única visitante de la tarde.
Un camionero detiene su vehiculo al lado del cartel que indica la velocidad máxima 40 kilómetros. Una cinta roja está atada al poste que sostiene la señal vial. El transportista camina por el sendero y permanece unos minutos en silencio. Enciende una vela y se sienta a la sombra. Sus ojos ojerosos están semi cerrados. El bocinazo de otro camionero lo altera y decide marchar.
El santuario está enmarcado por dos banderas. Varias cintas cuelgan de las ramas del caldén. A un lado, sus seguidores construyeron asientos y colocaron velas. Para muchos es un sitio para la oración. Todo es rojo.
El mito popular del Gauchito Gil nació en el momento de su muerte. Para algunos sobre fines del siglo 19, para otros a comienzo del 20. Según la leyenda popular Gil, antes de ser asesinado por una patrulla policial, prometió a su verdugo que si rezaba en su nombre su hijo moribundo sanaría, algo que finalmente ocurrió y convirtió al policía en el primer devoto.
Gil era para sus seguidores, una versión vernácula de Robin Hood, alguien que le quitaba a los más pudientes parte de sus pertenencias para repartirla entre los más pobres, pero para las autoridades de entonces, no era más que un gaucho matrero, que buscaron incesantemente hasta concretar la emboscada en la que perdió la vida.
En el día de la recordación de su muerte, el santuario en la ruta 4 recibió más visitas que las habituales, sin distinguir clases sociales. La fé en su figura se convirtió en tan fuerte que, algunos le atribuyen a la lluvia de ayer a un milagro de color rojo.

martes, 8 de enero de 2008

El viaje de la mañana

La mujer de mediana edad se dirigió ale fondo del colectivo y se sentó en el suelo. Fue la mejor comodidad que pudo conseguir. A su lado, apoyó la muleta que la ayuda a caminar y que tiembla con los primeros sacudones del viaje. Es lunes, el reloj de mi celular marca las 7 y 45.
Tuvimos que esperar más de media hora la llegada del colectivo. En la Terminal de ómnibus muchos vecinos esperaban fastidiados. Aunque casi todos nos conocemos no hay muchas conversaciones. Sólo un tímido buen día se escucha cada vez que alguien entra al edificio.
Un mecánico de maquinas agrícolas se apoyó en el mostrador de la cantina y pidió un aperitivo. “Es para calentar el cuerpo” me dijo, mientras miraba la pantalla del televisor sintonizada en un canal de noticias.
El cantinero, un hombre de hablar muy pausado pronunció su frase preferida: “está todo sospechosamente bien, pero más tarde se complica”. Después volvió a su silla y a su rutina.
El frío y la llovizna son los pocos comentarios para romper el silencio y matizar una espera que altera el humor. Algunos viajan por trabajo, otros por estudio. Muchos van al hospital. Una joven embarazada me mira nerviosa. En una de sus manos lleva un sobre con una radiografía. Explica que perderá el turno en el médico. Su enojó se apacigua cuando los vidrios de la Terminal vibran: es el colectivo que se acerca al andén.
En fila esperamos el turno para que el chofer corte los boletos. Algunos pasajeros se acomodaron como pudieron en los pocos asientos libres. Unos veinte quedamos parados en el pasillo, muchos con gestos que muestran desagrado.
Los aromas corporales se sienten en la mañana aunque la calefacción despide poco calor.
Las ventanillas están empañadas. Afuera una llanura extensa espera por la lluvia que alimente el suelo solitario.
Tres señoras mayores permanecen aferradas con fuerza a los asientos, paradas y de mal humor. Varios jóvenes que venían en viaje tienen los ojos cerrados, como dormitando. Disimulan mal la situación. Nadie cede su lugar. No importa la edad, ni la condición de salud de los pasajeros. El monótono viaje por la ruta provincial 4 desde el pueblote Trenel a General Pico, llevará más de media hora y la marcha es lenta.
Por los parlantes del ómnibus comienza a escucharse el programa de Juan Ramón, por FM Alegría. La música cuartetera se apodera de la mañana. Después, el locutor lee las necrológicas y algunos titulares de los diarios.
Un trabajador con un bolso a sus pies viene de lejos y se balancea de un lado a otro molestando a los demás en forma involuntaria. Tiene la cara hinchada por el alcohol. Imagino que su mañana se inició cuando aún era de noche, y en algún bar del pueblo hizo su primera parada: su aliento a caña inunda el ambiente.
En el interior del micro se siente el hacinamiento, la incomodidad y el peligro de viajar bajo esas condiciones.
Dos niños pequeños duermen juntos en el mismo asiento tapados con sus camperas. Su mamá se mantiene atenta a sus movimientos, y en voz baja se queja de las incomodidades. Sus hijos deben llegar a tiempo para ser atendidos en el hospital. El colectivo pasó por su pueblo a las 5 de la mañana con más de 20 minutos de retraso.
Una pareja de adolescentes enamorados están más que juntos y parecen ausentes a todo lo que ocurre a su alrededor. Para ellos el tiempo del viaje no tiene importancia, pero para la mujer que viaja delante de ellos sí. En pocos kilómetros miró más de seis veces el reloj, e intentó hablar por su celular. Está nerviosa y su rostro es de un mal humor creciente.
Afuera, el paisaje que se asoma por las ventanillas no se modifica. Los sacudones persisten en el trayecto, y la amortiguación del colectivo hace temblar los vidrios de las ventanillas. Los números indicadores de cada asiento titilan y otros ni siquiera tienen luz. Igual están de adorno: nunca venden los pasajes con numeración.
La pachanga sigue sonando, la llanura no cambia Las mujeres y los hombres que están parados se irritan cada vez más. Una joven madre comienza a darle el pecho a su bebé, tierna imagen para ilustrar una mañana ajetreada.
Hay pasajeros parados hasta en el estribo. Sobre el torpedo del colectivo descansa un mate con su bombilla. Al lado dos recipientes plásticos amarillos -uno con cuchara- que contienen yerba y azúcar; una bolsa con chizitos y un paquete de galletitas saladas desparramadas. Se parece mucho a una mesada de cocina.
Varias mujeres llevan sus hijos sobre sus faldas. El movimiento del pavimento desparejo bambolea al colectivo y a los que viajamos parados. La luz del sol comienza a pegar en el parabrisas y el chofer cuelga una toalla de color naranja para atajarse de la resolana.
Cuando el colectivo llega a la rotonda de acceso descienden algunos pasajeros haciendo malabares con sus cuerpos para salir. En pocos minutos el antiguo colectivo estaciona en el andén 3 de la moderna Terminal de la ciudad de General Pico. A las 8 y 35 de la mañana el viaje finaliza.
El sol se muestra entre las nubes, mientras el aire refresca los rostros pálidos de los pasajeros que uno a uno descienden los tres escalones que los separa del piso. Una mujer joven se queja en forma airada, y otros la siguen en el reclamo. Una sola frenada brusca hubiera impactado la cabeza de algunos de ellos en el parabrisas.
La voz de un canillita ofreciendo el diario se mezcla entre los gritos quejosos. Después los maltratados pasajeros se dispersan en la gran ciudad que los devolverá a los pueblos cuando asome el ocaso. Y una nueva aventura cotidiana será parte de nuestras vidas: viajar en un colectivo interurbano en La Pampa.