martes, 15 de febrero de 2011

Una calle sin nombre

Una madrugada descendí de un colectivo cargando un gastado bolso. Recuerdo la fría noche y la calle sin nombre por la que caminé hasta el hospedaje. Tuve que golpear varias veces hasta que el joven sereno despertó. Con una voz ronca me pidió los datos para anotarme en el desprolijo libro de ingresos de pasajeros.

-Es viajante, verdad - dijo con seguridad.
-No, periodista - le respondí.

Levantó la vista y pude ver su cara marcada por la tela de la almohada y una mueca de sorpresa.

-Aquí sólo vienen viajantes-  dijo mientras se desperezaba.

Después me entregó la llave de la habitación. En el diminuto cuarto revestido en machimbre acomodé mis pertenencias y busqué el calor de las frazadas. Cansado por más de 10 horas de viaje por la chatura de la llanura pampeana, sólo quería dormir. Sentía la necesidad de anclar mi vida. Me pesaban años de turbulencia personal.
   En la penumbra y el silencio profundo recordé que era la segunda vez que pisaba el pueblo. La primera fue muchos años antes, cuando aún funcionaba el tren y las cantinas servían sopa de verduras.
   No sé cuanto dormí. Pero cuando desperté el hospedaje estaba sin empleados. Un cartel escrito en un cuaderno decía que el café y las tostadas estaban en la cocina. Me serví una taza, mordí el pan y volví a caminar por la calle sin nombre.
   En la Terminal de Ómnibus, frente a la plaza, no demoraron muchos segundos para saber que no era del pueblo. Compartí una breve charla y me dieron las indicaciones que buscaba.
   Caminé despacio y descubrí que el aire estaba claro y el cielo muy celeste. El viento suave y frío me acompañó hasta uno de los accesos. En mi andar crucé pocos autos, muchos camiones, algunos ciclistas, casi ningún peatón. Todos percibieron que era foráneo.
   Al llegar a la ancha calle de tierra supe que allí debía doblar. Una cortina de álamos cubría el lugar. Mis pies quedaban marcados sobre el piso algo arenoso y el silencio era alterado por el aleteo de algún pájaro.
 
 Al llegar, empujé despacio la puerta de hierro y entre tumbas antiguas busqué la de mi abuelo. Sobre una lápida gris leí las dos placas. Una de 1956, el año de su muerte. Otra de 1970 dedicada por sus nietos. Recordé que fue ese el año en que recorrí el pueblo por primera vez junto a mis hermanos y padres. Delante del monumento le confesé en silencio mis temores y mis inseguridades. Sentía el alma perdida.
“Dame una señal”, le murmuré. O le rogué. Y me alejé de la piedra gris y del frasco de vidrio colocado como florero.
   Después retorné muy despacio y noté que la luz del sol de la mañana se colaba entre las ramas de los álamos dibujando sombras. Las piernas me dolían.
La tranquilidad del lugar aplacó mis pensamientos y el aire refrescó mi cara. Por la calle sin nombre busqué el hospedaje, tomé mis cosas y me marché hacia la Terminal.  
Después de dos horas de espera,  informaron que el colectivo no pasaría. Un desperfecto lo dejó al costado del camino. La noticia no me alteró. Pensé que quizás fuera una señal. En esa paz del pueblo sentí que la vida estaba en otra parte, tal vez aquí, y que debía darle una oportunidad.

La Pelota, un texto de Felisberto Hernández

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita –pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa: pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma; me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquél era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.) En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces.  Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quiso mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.
   Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.