lunes, 14 de abril de 2014

La habitación ocho

Ocurrió cuando tenía unos 9 o 10 años.  Cursaba el cuarto grado en un colegio de curas en Miramar, cuando una neumonía amenazó con echarme de este mundo casi sin cometer pecados. Me rescataron de las sábanas sudadas donde deliraba de fiebre. En un Fiat 1500, me llevaron como pudieron hasta una clínica en Mar del Plata. Era una piltrafa humana.  El médico de la familia ordenó cuidados extremos y supongo que hasta algún rezo.

Un tío que vivía más para los demás que para él cedió la planta alta de su chalé, y en una habitación armaron un dispensario privado para mí. Un enfermero me custodiaba día y noche. Por el goteo de la memoria se me escurrieron la cantidad de veces que me colocaron inyecciones.  El médico, en el tiempo en que visitaban pacientes casas por casa, no dejó de pasar un solo día, hasta que di muestras de sobrevivir. Entonces, los padrenuestros y las oraciones aflojaron.

Cuando pasé a ser una piltrafa moderada, el enfermero trastocó las inyecciones para enseñarme a jugar al ajedrez; trebejos que por lo menos alcanzaba a mover.  Mi padre me regaló un Mecano para que el ingenio no se me duerma, y mi madre se convirtió en una santa de los cuidados. Después de cuarenta días o más, logré salir del refugio sanitario privado para regresar a mi casa, donde me esperaban cuadernos forrados de azul y deberes acumulados por los días que falté a la escuela.  

Aquel episodio relacionado con mi salud, en el año que en el hombre pisó la luna por primera vez, había sido lo único que alteró mi organismo de manera severa, hasta que cuarenta y cinco años después el mundo se me vino abajo.  Una inflamación provocada por una hernia inguinal se convirtió en la espada de Damocles.  En un principio, pensé que algún milagro podría suceder y la protuberancia desaparecería de la noche a la mañana. Aunque sabía que eso no sucedería, mantenía la ilusión sin claudicar.

Como la magia no me aportaba ningún alivio, tuve que recurrir a los médicos. El primero no dudó en decirme que tenía que visitar el quirófano. El segundo, tampoco. Busqué una tercera opción y escuché una definición similar: “Lo aconsejable es que se opere”. Las palabras eran mazazos en mi cráneo.

 Aún montado en mi ilusión, recurrí a una cuarta opinión profesional con la ilusión de encontrar al médico que me dijera lo que nunca escucharía: que esa hernia maldita podía dejar de molestarme con un tratamiento naturista, yoga, meditación en la madrugada, remedios caseros, té de hierbas o tirándome en parapente de las Sierras de Comechingones, pero jamás encontré esa respuesta.

Le dije al cuarto médico que el  bisturí era la prueba mayor del fracaso de la medicina, un pensamiento perteneciente al doctor Juvenal Urbino, pero mí médico no había leído El amor en los tiempos del Cólera. Como respuesta a mi ironía, me dijo que me dejara de pendejadas mientras llenaba recetarios y las órdenes para los exámenes de mi cuerpo.

Acorralado por la realidad, me dispuse a comenzar con los estudios prequirúrgicos. Me llevó días y noches iniciar la espera en las salas de esperas. Como hacia cuarenta y cinco años que no sabía lo que era estar ni un día enfermo, no había razones para sospechar que mi organismo no estaba apto para una simple cirugía de hernia inguinal. Y así sucedió.  Las placas radiográficas mostraron los pulmones limpios. Todos los parámetros de la sangre estaban dentro de lo previsto y mi corazón latía bien.

En esas entrevistas breves, intentaba que se filtre alguna esperanza de hallar una respuesta no quirúrgica a la maldita hernia. Hasta llegué a soñar una noche que la médica cardióloga llamaba a mis espaldas al cirujano para revelarle que mi corazón sufría algún tipo de herida de amor incurable que era incompatible con la operación, pero los golpes de los albañiles en la casa de al lado me regresaron a la realidad.

Con el sobre marrón de la radiografía bajo el brazo, el electrocardiograma que medía hasta los males de amor del corazón, los análisis de sangre con sus globulitos y los tormentos de las dudas, fui en busca de quien pudiera llegar a operarme. Unos días antes, otra voz médica (ya había perdido la cuenta de los galenos consultados a los cuales aburría con las definiciones del doctor Juvenal Urbino) me había dicho que lo más importante para una cirugía era tener “el propio convencimiento”. Además, por supuesto, de obra social al día o los recursos genuinos.Un viernes a la noche, tras dos whiskys y un susto silencioso de dolor punzante, llegué a mi propio convencimiento quirúrgico.

La noche previa a mi internación me desperté al alba, como hacen los sentenciados o aquellos que perciben que el amor de toda su vida se está por espantar para siempre. Me vestí y preparé con mentalidad de pasajero de hotel, pero iba a una clínica. Disimulé mi impaciencia hasta que me harté. Mi mujer, que para las cuestiones de salud tiene temple, sabía de mis debilidades y lo mal que me caía el olor a ácido fénico y al hervor de los vegetales de los sanatorios.
Además, ella se cansó de escuchar mis alardes y parrafadas nocturnas en pos de la sanidad, la ausencia de males físicos y la consideración implacable de que nadie está enfermo si no quiere. Aquellas verdades propias conformaban una especie de enciclopedia ilustrada sobre el ser humano y sus padecimientos, hasta que apareció la maldita hernia.

Tomé la mochila, mis pertenencias y me subí al auto. Al lado, mi mujer acomodó sus bolsos y alguna cuota de paciencia en pastillas. Arranqué, y a esa hora del jueves era un hombre que apenas encubría con entereza su terror. Recorrimos poco más de 40 kilómetros desde Villa de Merlo hasta Dolores. En general, no me gusta salir de Merlo. Tampoco me gusta salir de mi casa. Tengo una idea medieval de la vida y añoro los castillos y fortificaciones. Hasta las reuniones con más de doce personas me atosigan.

Con Merlo nos une (a mi mujer y a mí) una suerte de hechizo. Fuimos hijos adoptivos de la ciudad desde el 2002. Comenzamos a venir por unos días de descanso. Después, por otros más; y se convirtió en un lugar que visitábamos cuatro, cinco o más veces al año en cualquier época, hasta que un verano nos mudamos. Como siempre ligué a Merlo con cosas buenas, bajo esa aura marché a internarme, rezando para que esa influencia soplara hasta la ciudad con tonada cordobesa.

En la ruta, pensé que la única manera de zafar de la cirugía y de la maldita hernia era que sufriéramos una abducción y que un OVNI nos llevé al más allá con escala técnica previa en el Uritorco, pero ni la policía caminera nos paró. Abatido, estacioné a 100 metros de la clínica. Tomé mis petates e ingresé al sanatorio con cierto aire de turista que viene a pasar la noche con su pareja y pretensiones de privacidad. En Admisión, mis ínfulas se fueron a la mierda. 

Cumplí los requisitos internos y firmé papeles casi sin leer. Con una leve sonrisa, la secretaría me dio un papelito como para envolver un chupetín donde figuraba la orden de internación para la cirugía. Como era la primera vez, yo creí más conveniente que me dé un diploma o una especie de certificado firmado por los médicos. Antes de mandarme al cuerno, la amable secretaría dijo: “Es por allá”, y me hundió en la realidad del pasillo que llevaba a internación.

Mi mujer estaba consciente de que las primeras horas podían ser peligrosas. Juntos, caminamos hacia la zona de internación quirúrgica y exigí estar en una habitación solo, y si era posible que entrara la cantidad de personas indispensable. Una de las enfermeras tomó el papelito para envolver chupetines, leyó el motivo de la cirugía y me  mandó a la última puerta. “Habitación ocho”, me dijo con media sonrisa de Gioconda.
Como siempre, refunfuñé por lo bajo y me dirigí a la suite. Claro que no era el cuarto que esperaba. Había otras dos camas ocupadas. Estaba en una clínica, no en un hotel, pero yo negaba esa realidad. Saludé en silencio y me acomodé en la primera cama, cerca de la puerta de entrada y del baño. Detrás, tenía una ventana vertical con cortina de enrollar que daba a una especie de patio interno.

Me paré al lado de la cama y luego di unas vueltas. Mi mujer mi miraba desconcertada. Yo tenía que desvestirme y meterme dentro de las sábanas. Sin embargo,  seguía allí como de visita. Mi paseo en torno a la cama de la clínica terminó cuando entró una de las enfermeras y me preguntó qué estaba haciendo.  Entonces, con voz de mando, me envió dentro de las cobijas sin chistar.

Mi mujer buscó una sillita, acomodó nuestros bolsos en un armario y sacó las agujas y la lana. Yo tomé el libro que había llevado y me puse a leer como si estuviera en el solárium de una pileta de natación en pleno enero. Mi lectura fue interrumpida de manera inoportuna por otra enfermera que tuvo el tupé de colocarme un suero.

“Parece que trabaja poco”, me dijo cuando en el brazo izquierdo no encontraba la venita para canalizar el suero. Su búsqueda fue infructuosa. Le dije que se trataba de una señal y que significaba que no era mi día. Sin embargo, ella no lo entendió así, giró hacia el otro lado de la cama y en el brazo derecho colocó la cánula para que comience el goteo del suero por mis venas. Ya no podía leer con comodidad. Tomaron nota de mi presión, pulso, temperatura de mi cuerpo y todo dio normal.

Al lado de mi cama,  estaba acostado un hombre de unos 80 años rodeado de hijos y nietos. Se había operado la pierna izquierda y le habían colocado una prótesis. Estaba de buen humor y decía pocas cosas. Tenía el pelo blanco como Siberia y la costura de su pierna iba desde encima de la rodilla hacia abajo. Con el correr de las horas, supe que era de un pueblito cercano, que conocía mucho de política y más aún de fútbol. En la otra cama estaba un muchacho, al que poco vi porque lo cambiaron de habitación. Después, el lugar fue ocupado por otro anciano que no paró de hablar hasta que los sedantes lo aplastaron.

Así estaba yo, en ese cónclave tripartito de internados, entre paredes aguamarinas y con personas que entraban y salían como si fuera un supermercado, ya que era la hora de las visitas. Mi mujer seguía tranquila tejiendo y yo cada tanto hacía preguntas relacionadas a cómo estaba distribuida la clínica. Las enfermeras venían  y miraban el suerito que goteaba y colocaban algún tipo de medicamento aconsejable para mi cirugía.

A esa hora estaba muy tranquilo. En el fondo, era un hombre entregado. Mi mujer no se movía de la habitación ni para comprar medialunas. A esa altura, y tras mis preguntas, creo que sospechó que algún comando de las fuerzas de liberación merlinas podía ingresar por la guardia al sanatorio y extraerme de ese lugar para liberarme de la operación. Pero nada de eso ocurrió. Mi estómago crujía por el ayuno y, como pude, me sumergí en la lectura sosteniendo el libro con la mano izquierda.

Me confirmaron la hora en que ingresaría al quirófano y descubrí por dos veces cómo era caminar hacia el baño con un suero a cuestas. Todo un arte. Después del ingreso de las bandejas con comida que a mí no me correspondían, se hizo el silencio de la siesta. Ya no había visitantes y solo quedaba una persona por paciente en la habitación. Creo que el cansancio me hizo entredormir cuando el ruido de fricción de unas ruedas de camilla me sacó de la ensoñación.

Todo fue rápido como el cambio de neumáticos en un Fórmula 1. Dos enfermeras ingresaron a la habitación ocho y estacionaron la camilla frente a mi cama en forma perpendicular. Yo las miré, me levanté y caminé envuelto en una sábana cual emperador romano  hasta la camilla, mientras una de las enfermeras llevaba mi suerito. Me acosté, me colocaron un gorro, mi mujer me dio un beso y salí del box a una velocidad no permitida en zona urbana.

Como en las películas, vi pasar el techo y las paredes de la clínica en el trayecto entre la habitación y la sala de cirugía. Fue un viaje vertiginoso, como si las enfermeras se hubiesen entrenado en un Ferrari. Yo tenía todos mis sentidos muy atentos. En segundos, la camilla con motor de Fórmula 1 se topó con una puerta vaivén doble que tenía en los vidrios pegadas cruces verdes y rezaba “Terapia Intensiva”.

Ingresamos y seguimos derecho. Se abrió otra puerta doble que atravesamos sin escollo. Luego, giramos a la derecha y nos encontramos con otra puerta vaivén. Por un lapso brevísimo, piloto y copiloto dudaron de hacia dónde girar, pero recibieron la orden de hacerlo de nuevo a la derecha. Así, entramos al quirófano, donde maniobraron con habilidad para colocar la camilla al lado de la mesa de operaciones. El emperador romano fue levantado como una hoja de papel y quedó acostado en la mesa de operaciones con los brazos “bien pegados al cuerpo”.

Allí estaba yo. Las conductoras de la camilla-Ferrari se fueron y quedé en ese lugar cerrado en compañía de personal femenino. La pared de la izquierda estaba toda azulejada y hacia atrás alcancé a ver un muro de pintura apagada con un reloj. Por encima de mi cabeza cruzaban dos cordeles que sostenían cuatro ganchos con forma de “s” para colgar los sueritos y dos luces redondas como platos voladores. La pared de enfrente tenía un cristal que conectaba a otra sala.

A pesar de los temores anteriores, ahora estaba en calma. Mi preocupación no era la cirugía, sino los que quedan fuera del quirófano y esperan por el resultado. Es un plantón interminable. Siempre tuve, y tengo, una particular aprehensión hacia las personas que se descuidan y toman comportamientos que pueden tener consecuencias para la salud. No me gusta escuchar esa frase egoísta: “Si me pasa algo, me llevan al hospital”. A los enfermos los cuidan los sanos. Una cosa es terminar internado por un imprevisto, y otra muy diferente llegar a una clínica como consecuencia de los desarreglos personales.

Tres mujeres estaban dentro de la sala de operaciones. Dos parecían ser enfermeras especializadas; la restante, de una jerarquía mayor. Minutos después, comprobé que sería la ayudante del cirujano.  Las dos enfermeras hacían algún tipo de labor con instrumentos metálicos y conversaban con calma sobre cuestiones mundanas. Esas charlas fueron sedantes. Una de ellas estaba feliz porque se había mudado a un departamento lindo y ubicado más cerca de la clínica. Su compañera estaba atravesando una mini crisis de pareja: estaba enojada con su novio. Como método de reconciliación le exigiría esa noche que a partir del jueves la cena la tenía que preparar siempre él. Se trataba de una emboscada gastronómica para retomar el amor.

Esas conversaciones de cuestiones de la vida cotidiana me hicieron dar cuenta de la tranquilidad con la cual ejecutaban su trabajo. No se percibían tensiones. Todas ellas conocían Merlo y en especial sus casinos. Minutos después, ingresó un hombre de unos 60 años vestido todo de azul. Era el anestesista. Su voz y explicaciones terminaron por aplacarme. Me sentía cuidado. Me preguntó edad, peso y nombre. Le dije que era la primera vez que me operaban y me respondió que ya llevaba dieciséis. Yo no tengo aspiraciones de romper ese récord. Con una cirugía está bien.

El médico anestesista hizo todo despacio y con explicaciones de maestro de escuela. Esas frases terminan por trasmitir mucha serenidad al paciente. Detalló qué hacían cada una de las enfermeras, mencionó sus nombres y hasta bromearon. Luego, me hizo sentar en la camilla con los hombros hacia adelante, los que eran sostenidos por una enfermera parada frente a mí. Me aplicó un pinchazo casi indoloro. Punzadas peores me da el ver jugar al Boca de Bianchi versión 2014.

Después, me acomodaron acostado en la camilla y lentamente comencé a no sentir mi cuerpo desde la altura del estómago hacia los pies. “Mové las piernas”, me dijo el anestesista. Era un desafío imposible de concretar: pesaban doscientos kilos. Cada una de las sensaciones del cuerpo y lo que hacían en él, me fueron detalladas. Sentí paz en ese trato. Luego de unos minutos, colocaron una sábana verde sobre unos soportes, para tapar la zona de la cirugía e ingresó el médico cirujano.

Por unos segundos, me taparon la cabeza con esa sábana y tuve la sensación de ser un apicultor. Cuando el cirujano se acomodó a mi izquierda y la ayudante frente a él, me destaparon y quedé con la cabeza mirando al techo. Mi brazo derecho, estirado y apoyado en un soporte desde donde llegaba el suero y medían el pulso de mi corazón. El brazo izquierdo era para controlar la presión.
El anestesista me colocó un tubito en la nariz con oxígeno. Un bigote plástico. Me hizo una broma sobre la importancia de ese elemento químico de número atómico 8 y que constituye la quinta parte del aire atmosférico de la tierra. “Pregúntale a los astronautas de la Apolo 13 si no es importante el oxígeno”, le respondí y se sonrió. 

Comenzó la cirugía y estaba en absoluta calma. El cirujano me saludó y dijo solo dos o tres frases certeras. El anestesista se convirtió en mis ojos y demás sentidos. Recordé en ese momento un apotegma del periodismo escrito y la literatura. Alguna vez alguien me dijo que el lector era una persona ciega y que la escritura debe guiarlo. Si yo digo, por ejemplo, “Frente a la plaza había una casa con una puerta”, no estoy diciendo nada nuevo. Todas las casas tienen puertas. Ahora, si yo escribo que la puerta era de madera, despintada y que no tenía cerradura, el lector tiene una aproximación distinta a esa casa.

Durante el tiempo que duró la cirugía, el anestesista fue quien describió algunas situaciones y me di cuenta de que todo era muy normal.  Cada tanto controlaba mi presión, que se mantuvo en los parámetros normales. Si se escuchaba algún sonido, el anestesista lo traducía. “Todo está más que bien”, me dijo en un momento, mientras a mis oídos llegaba el ruido de algún tipo de pulverizador en aerosol. 

Cuando podía, alzaba mis ojos para ver el reloj. Los minutos pasaban sin sobresaltos. “Ya estamos casi terminando y está todo muy bien, Gustavo”, agregó el anestesista. El cirujano ya había colocado en la zona de mi hernia una malla para reforzar mis tejidos, porque cuando uno de opera de hernia nada se quita del interior del cuerpo, solo se recompone la zona debilitada del organismo donde se forma la inflamación. No someterse a tiempo a este tipo de reparación puede derivar en un estrangulamiento de los intestinos, un dolor muy agudo y punzante, y en llegar al quirófano de urgencia. Eso es lo que yo no quería para mí ni para los míos, porque a los enfermos los cuidan los sanos.

Desde que ingresé al quirófano hasta que salí pasó una hora y media, o quizá unos minutos más. “Todo excelente, Gustavo”, dijo el cirujano, que agradeció a su equipo. Salió de la sala de operaciones y luego le comunicó a mi mujer que, tal cual se preveía, todo había salido muy bien. Yo permanecí un rato más en la mesa de operaciones hasta que llegaron las conductoras de la camilla, que con ayuda me alzaron y colocaron en la tabla con cuatro ruedas que me llevaría a la habitación ocho.

El regreso también fue a toda velocidad. Las puertas vaivén se abrían y se cerraban, y sorteamos con éxito cada curva hasta que tomamos la recta hacia la habitación. Vi de nuevo el techo y sus luces. Giré la cabeza hacia mi izquierda y le sonreí a una parejita. Con el casco plástico, ingresamos a la habitación y, envuelto como emperador romano, me acomodaron en la cama. La cara de mi mujer tenía un semblante de calma y paz, y yo vivía momentos de euforia. La cirugía había pasado. Me sentía algo cansado. Hice breves comentarios sobre mis vivencias en el quirófano y pedí mi libro para leer. Las piernas comenzaron a tener sensibilidad con el correr de los minutos.

La habitación tripartita se convirtió en un ir y venir de personas cuando se habilitó la hora de las visitas. Desde la cama del fondo llegaba la voz de un hombre de pelos encanecidos que no dejaba de hablar. A pesar de estar en mi mundo de la lectura, percibí que ese personaje era culto y tenía un  vocabulario amplio. Mi mujer había abandonado el tejido y estaba sentada a mi lado. Vencida por el cansancio que generan los sanatorios, había apoyado la cabeza en la cama e intentaba dormir.

Las enfermeras seguían con el protocolo de medir mis signos vitales. Por el suero ingresaban los antibióticos para evitar infecciones y calmantes. El efecto de la anestesia desaparecía despacio, sin sobresaltos. Mi próximo objetivo era estar la menor cantidad de horas internado y regresar a casa. Para eso necesitaba que nada se complique. El cirujano me hizo una visita y confirmó que todo había salido más que bien.

Mi herida estaba cubierta por una venda dispuesta en forma oblicua, de manera tal que cuando mis piernas apuntaban al norte, el corte era como noreste a suroeste. En un momento, luego de la euforia y el despertar total de mi cuerpo, comprendí que estaba agotado. Los murmullos me incomodaban. Cada tanto levantaba la vista para mirar el goteo paciente del suero. Quería que llegue la noche y el día después. Solo pensaba en irme. 
Las enfermeras demostraban un trato tan amable como profesional. Hace falta conocimiento, vocación y algo más para lidiar con los enfermos y los sanos que están a su alrededor. Como a las 19:00, alguien de la cocina se apiadó y me trajo un té. Más tarde comí un postre de gelatina y mi vientre se sorprendió. A esa hora, la vigilancia había despejado las habitaciones y los murmullos eran menos. Quedaban los pacientes  y un acompañante por cama.

La última medición de mis parámetros indicó que todo era normal. Las horas pasaban lentas. En la habitación tripartita se hacía difícil dormir. Sentía mi cuerpo normal y los relatos sin parar del pasajero de la cama del fondo. El hombre estaba al cuidado de una nieta. Lo encontraron tirado en su casa al lado de la cama, cuando la noche anterior se había mareado y caído al piso.

A la mañana siguiente, una vecina se extrañó de no verlo y llamó a la familia. En minutos, bomberos, policía y una ambulancia llegaron al lugar. Lo hallaron débil, pero lúcido. En su monótono nocturno contó que había sido aviador, árbitro de boxeo y maestro en la Escuela Industrial. A las enfermeras las halagaba y hasta les recitaba versos en inglés, francés y portugués. Extrañaba su casa y su cama. Yo también.

Antes de la medianoche, cuando se resistía a dormir y a callarse, dijo que se sentía apenado. Su nieta le preguntó por qué y él respondió: “Me doy cuenta de que hablo locuras y que soy consciente que me estoy volviendo loco”.  Más tarde, un sedante aplacó sus malas horas.
Pasada la medianoche, ingresó al cuarto el nuevo turno de enfermeras. Eran solo dos. La jefa del turno era una pelirroja de labios pronunciados que llevaba una chaqueta violeta. Junto a su compañera, cumplió con la rutina: presión, fiebre, pulso. Todo normal. Me encaminaba a pasar la noche y esperar el día del alta. Sin embargo, se encendió una luz de alarma.

Tras la cirugía, no me había levantando. No había caminado ni al baño. La enfermera de violeta me emplazó que antes de las cuatro de la mañana mi aparato urinario debía dar muestras de normalidad. “Si no es así, le van a poner una sonda para evitar una infección”. Sus palabras fueron un mazazo. Una amenaza a mi potencial alta. La palabra “sonda” no estaba relacionada a una nave espacial para explorar el espacio, ni tampoco para hundirse en un océano. Era un instrumento que podía invadir mi cuerpo.

Herido en mi orgullo, tomé agua en sorbete y vasito plástico, no sin pocos malabares. No deje de tomar agua. Bebí como si fuera un desahuciado rescatado de la estepa.  Fue entonces cuando descubrí lo difícil que era levantarse, cargar con el suerito y volcar el manantial urinario en el inodoro, un artefacto que el doctor Juvenal Urbino aseguraba fue inventado por alguien que no sabía nada de los hombres. Así me pase la madrugada: cada una hora al baño para demostrar que mi arroyo tenía buen cauce.

Después de completar mis ejercicios de malabares con el suero, y cuando faltaba poco para amanecer, el cansancio me dobló. Creo que dormité, me despabilé y me volví a dormir, como se puede dormir en una clínica. Alcancé a escuchar la voz alta de un médico que pedía a su paciente que pujara con fuerza para parir. Después se escuchó un llanto, y a los abuelos alardear en el pasillo de espera. “Tres kilos cuatrocientos de peso y cincuenta centímetros de altura”. El abuelo estaba tan emocionado que por celular contaba que su nieto era muy avispado a los pocos minutos de nacer.

Me adormecí después de ese nacimiento hasta que un nuevo turno de enfermeras y enfermeros ingresaron a la habitación en operativo comando. Eran cuatro, y en minutos dieron vuelta todo. Medición de parámetros, limpieza y camas acomodadas. En minutos tenían que pasar los médicos para revisar a cada paciente. Esperé con ansiedad mi turno y entonces llegó Dios. El cirujano tenía todos los informes de mi buena evolución y no había motivos para quedarme más tiempo.

Escribió algunas órdenes, explicó recomendaciones para el cuidado hogareño y dio el visto bueno. La enfermera me aplicó el último calmante para soportar el viaje de regreso y después me quitó el suerito. Colocó un algodón en el pinchazo, que sostuve por un rato. Me vestí de nuevo como turista y me alejé de la habitación ocho. Al salir de la clínica, caminé lento hasta el auto. Volvimos despacio con mi mujer al volante esquivando baches. En mi casa me esperaban dos sonrisas y una tarta de peras. Entonces, tuve ganas de llorar. 

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